Este módulo es un recurso para los catedráticos
Significados más profundos de corrupción
Al hacer un balance de las distintas formas de entender la corrupción, podemos desarrollar una toma de consciencia integrada y una comprensión más completa del fenómeno. A continuación, se discuten algunas formas prácticas de entender la corrupción.
Carácter moral y virtud cívica
Una forma básica de entender la corrupción es como un rasgo de personalidad o un vicio. Entre los rasgos de personalidad se encuentran la codicia, deslealtad, dilapidación, envidia y autocomplacencia. Entre los vicios personales destacan aquellos que afectan el desempeño profesional en cargos públicos. Estos vicios adquieren una mayor relevancia pública y política cuando tienen efectos distorsionadores o corrosivos que influyen en las instituciones sociales o el orden social (para una descripción general, consulte Miller, 2004). En La República de Platón (381 a. C.) se encuentra esta conversación entre el antiguo filósofo griego Sócrates y uno de sus interlocutores, Adimanto:
Sócrates: Está claro que cuando la riqueza y la gente rica son honrados en la ciudad, la virtud y las buenas personas son menos honorables.
Adimanto: Así es.
Sócrates: Está claro que cuando se pone en práctica lo es honrado, se ignora lo que no tiene honor.
Sentando las bases de los problemas actuales sobre el gobierno plutocrático y cleptocrático, los antiguos griegos usaron la palabra «oligarquía» para referirse a un sistema de gobierno en el que el poder está en manos de pocas personas con el fin de hacer dinero (Kuhner, 2016, pág. 2464). Una de las principales connotaciones de dicha terminología es la de una transformación de un conjunto de prácticas políticas relativamente justo a uno injusto e impuro.
Al examinar las diversas palabras griegas que, por lo general, se traducen como «corrupción», Arlene Saxonhouse (2004, pág. 31) señala que «todas implican la pérdida de cierta integridad, la pérdida de forma y, también, el proceso de cambio que conlleva dicha pérdida» [cita traducida]. En ese sentido objetivo y libre de valoración, la corrupción retrata el deterioro de una cosa y su reemplazo por otra; sin embargo, ese proceso dinámico no necesariamente tiene que ser negativo o indeseable. Sócrates, pese a estar firmemente convencido de la lógica y el valor de su raciocinio, fue acusado de corromper a la juventud de Atenas. Para sostener que sus enseñanzas constituyeron una agresión contra la virtud de sus estudiantes, se debe plantear una noción particular de virtud necesariamente subjetiva. Como señala Saxonhouse (2004, pág. 35), los atenienses entendieron la virtud como una función de fidelidad a sus propias tradiciones y costumbres. Sócrates selló su propio destino al admitir que contradecía esa versión de virtud al enseñar que el alma era más importante que el cuerpo, la reputación o la riqueza. El caso de Sócrates ejemplifica cómo, según las circunstancias, lo que se considera «corrupción» podría estar bien justificado. ¿Mahatma Gandhi corrompió a sus compatriotas al ponerlos contra el imperialismo británico? El análisis depende de si los valores o el sistema social que se socavan y transforman eran correctos para empezar; si no lo eran, de seguro existen argumentos claros para desafiarlos. Esto es análogo a los casos de desobediencia civil.
Otro texto importante a tener en consideración es un ensayo famoso sobre la desobediencia civil del estadounidense Henry David Thoreai del siglo XIX. Thoreau fue a prisión por negarse a pagar impuestos durante la intervención estadounidense en México, convencido, al parecer con justa razón, de que sus impuestos iban destinados a apoyar la campaña del gobierno de los Estados Unidos para expandir la esclavitud. En este caso, infringir la ley era lo más ético que podía hacer y Thoreau se sintió obligado a seguir lo que su propia conciencia le dictaba en lugar de seguir los requisitos de la ley. De manera similar, la «corrupción» de la juventud atribuida a Sócrates, en realidad, inculcó en ella habilidades superiores de pensamiento crítico y una atención, atrayente de acuerdo con las normas, a sus propias almas, en lugar de concentrarse en riquezas, deseos corporales y la reputación.
Desde un punto de vista sustantivo, los enfoques clásicos de la corrupción solían relacionarla con la idea de pérdida de integridad o desviación de los propósitos adecuados. Principalmente en el trabajo de Maquiavelo, se hace hincapié en la corrupción como el declive de la virtud cívica en manos del interés propio y la codicia, lo que significa el triunfo del interés privado sobre el interés público. La preocupación con respecto a las virtudes cívicas fue tomada por el «revisionismo republicano» o el «humanismo cívico» de escritores de mediados a finales del siglo XX como Bernard Bailyn, Gordon Wood y J.A. Pocock (para un análisis de estos enfoques, consulte Burtt, 2004, pág. 103-107). Sin embargo, más recientemente, Thompson (1995) y Lessig (2018) desarrollaron una perspectiva «institucionalista» de la corrupción política. Si bien la corrupción puede ocurrir a nivel individual, lo que implica ganancias personales problemáticas en violación de la moralidad personal o la ética profesional, la corrupción también puede adquirir una dimensión institucional cuando las propias instituciones están estructuradas de una manera que las desvía de su propósito original. Un ejemplo paradigmático es el financiamiento privado de campañas políticas en los Estados Unidos. Como lo explicaron Ceva y Ferretti (2017, pág. 3):
En los Estados Unidos, se les permite a los candidatos que se presentan a las elecciones recibir apoyo financiero de varias fuentes privadas como ciudadanos comunes, corporaciones privadas y grupos culturales o religiosos. Por tanto, puede suceder que, una vez elegido, un político que ha recibido apoyo financiero, por ejemplo, de una empresa privada impulse algunas regulaciones que tengan como objetivo reducir la presión fiscal en el área donde opera esta empresa.
Por tanto, incluso si los candidatos no actúan ilegalmente a nivel individual, está claro que la práctica del financiamiento privado es susceptible a la corrupción política. Entonces, se podría argumentar que el sistema electoral es corrupto, ya que «la práctica institucionalizada de recibir fondos privados para las campañas electorales hace que el sistema electoral dependa de... la influencia arbitraria de los poderes financieros» (Ceva y Ferretti, 2017, pág. 3). En consecuencia, el enfoque institucionalista sugiere que en el estudio de la corrupción deberíamos centrarnos en la «cesta podrida» (distorsión de las prácticas y mecanismos institucionales) en lugar de concentrarnos en las «manzanas podridas» (mal comportamiento personal).
Al examinar una gran cantidad de fuentes históricas, Underkuffler (2013) señala que la corrupción implica «autoinvolucramiento, autocomplacencia y flexibilización y descarte de las restricciones de los lazos sociales». Más allá de su efecto sobre el carácter individual y la moral, Underkuffler vincula la corrupción con las «fuerzas que corroen, descomponen y distorsionan», las cuales socavan el orden social. Por ejemplo, ella escribe que «el político corrupto no amenaza solo a determinadas personas... su existencia amenaza todo el sistema gubernamental de dependencia, confianza y el Estado de derecho del que forma parte» (Underkfuffler, 2013, pág. 6).En este sentido, la comprensión moral de la corrupción se intersecta con una comprensión política.
Carácter político
En general, la corrupción política se refiere a aquella que ocurre en las instituciones públicas y la que cometen los funcionarios públicos. Algunos casos de corrupción política afectan al proceso electoral, incluidos la compra del voto y el fraude electoral, pero también hay formas más sutiles de influencia indebida, como los ya mencionados financiamientos privados de las campañas electorales. Por ejemplo, un informe mundial de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) concluyó que «pagar las deudas que generan las campañas electorales con favores políticos crea un tipo de corrupción que se observa generalmente en todo el mundo» (USAID, 2003, pág. 7). Del mismo modo, Susan Rose-Ackerman (2010a) adopta un enfoque de «legitimidad democrática» acerca de la corrupción. Según esta concepción, la corrupción «reemplaza el criterio de la disposición a pagar por criterios basados en el mérito, la necesidad, la eficiencia y otros valores». La definición de corrupción de Karl-Heinz Nassmacher (2009) se basa en el mismo supuesto básico: que los criterios económicos para la asignación de recursos (capacidad y disposición a pagar) deben mantenerse separados de los criterios democráticos para los resultados políticos (votos, argumentos sobre el fondo de la cuestión, opinión pública, etc.). Nassmacher define la corrupción como «el intercambio clandestino entre dos mercados, el mercado político o administrativo y el mercado económico y social» (Nassmacher, 2009, pág. 21). En su estudio empírico de la corrupción entre los candidatos a cargos políticos en la India, Barnejee y Pande (2009) encontraron un alto grado de correlación entre la corrupción política y la «etnificación del votante» (preferencia del votante por el partido que representa a su grupo étnico). Johnston (2005) describe cómo tales intercambios se pueden convertir en un síndrome de corrupción que él denomina «corrupción por el mercado de influencia». Este patrón de corrupción «gira en torno al uso de la riqueza en busca de influencia dentro de las instituciones políticas y administrativas sólidas, a menudo, donde hay políticos que alquilan su propio acceso». Para un mayor análisis de este tema, consulte el Módulo 3 de la Serie de Módulos Universitarios sobre Anticorrupción.
Una vez que los mercados de influencia se generalizan y vuelven poderosos, alteran en esencia el sistema político, como lo indica la distinción de Nassmacher entre democracia y plutocracia: «Mientras que la democracia es un sistema político basado en la participación igualitaria de la mayoría, la plutocracia es un sistema dominado por las riquezas de una minoría adinerada» (Nassmacher, 2009, pág. 239). Esto representa una situación en la que los elementos corruptos obtienen el poder político y luego proceden a cambiar las reglas del juego para beneficiarse y perjudicar a sus opositores económicos y políticos. Al abordar el riesgo de los mercados de influencia en la financiación de campañas políticas, partidos políticos y anuncios políticos, varios tribunales superiores — incluidos la Corte Suprema de los Estados Unidos, la Corte Suprema de Canadá, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el Supremo Tribunal Federal de Brasil — han debatido la constitucionalidad de las regulaciones de financiamiento político y expresado su preocupación por el poder político de la riqueza. Un ejemplo de ello es el fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos del 2003 que trató el carácter constitucional de una ley federal (la ley McCain-Feingold de financiamiento de campañas electorales) que regula las finanzas de los partidos políticos. Después de considerar la evidencia, la Corte Suprema encontró que «hay pruebas suficientes... de que las grandes contribuciones indirectas a los partidos políticos nacionales dan lugar a la corrupción y la aparición de la corrupción». En conformidad, ratificó la ley federal impugnada. Consulte McConnell contra la Comisión Federal Electoral, 540 U.S. 93 (2003). Se pueden encontrar fragmentos del fallo en este artículo del New York Times. Se recuerda en este contexto que, de acuerdo con el punto de vista institucionalista de la corrupción política, las mismas instituciones son corruptas cuando su estructura las desvía de su objetivo inicial (consulte el análisis en el punto anterior).
En su trabajo sobre la corrupción en la democracia, Mark Warren (2004) vuelve a centrar la atención de las concepciones jurídicas de corrupción como violaciones de las reglas establecidas a la corrupción en los procesos de litigio mediante los que se crean objetivos, normas y leyes en común. Por lo general, la práctica de la corrupción en una democracia indica su déficit y una violación de las leyes de inclusión e igualdad política.
Carácter económico
La forma de entender las actividades delictivas del premio Nobel Gary Becker en 1968 les da a los estudiantes una cosmovisión diferente que contemplar: «Una persona comete un delito si la utilidad que espera obtener supera la utilidad que podría conseguir al usar su tiempo y demás recursos en otras actividades. Por tanto, algunas personas se convierten en delincuentes no porque su motivación básica sea diferente a la de las demás, sino porque sus beneficios y costos lo son» (Della Porta y Vannucci, 2005, pág. 2). El enfoque económico dirige la atención a tales criterios de costos y beneficios, considerando los costos como la probabilidad de ser atrapado y la gravedad de las sanciones infligidas.
Desde un punto de vista de costo-beneficio o una perspectiva libertaria, el soborno, los pagos de facilitación y el tráfico de influencias pueden verse como intentos justificables de evitar (o al menos manejar) regulaciones ineficientes y pesadas. Por ejemplo, Arnone y Borlini (2014) describen investigaciones que se remontan a la década de 1960 e implican que la corrupción podría «engrasar las ruedas del comercio, por tanto, reducir los costos de las transacciones y el costo del capital». En este sentido, podría considerarse que los sobornos disminuyen los costos sociales y económicos de las regulaciones «al destinar los escasos recursos al mejor postor» (Arnone y Borlini, 2014, pág. 15). De estos argumentos se pueden derivar motivos económicos que justifican la corrupción.
Otra perspectiva económica enfatiza el papel de los «costos morales» en la ecuación general de costo y beneficio que enfrentan los agentes racionales dispuestos a cometer actos corruptos. Aquí la economía se topa con la moralidad, ya que se incluyen las creencias interiorizadas afectadas por la conducta corrupta en el análisis de costo y beneficio de cada agente en forma de utilidad disminuida, por ejemplo, la culpabilidad. Por tanto, así las personas corruptas puedan beneficiarse de los sobornos, sufren el costo moral de poner en riesgo el sistema de valores personales, organizacionales o políticos, cuyo cumplimiento ha mejorado su bienestar psicológico y social (Della Porta y Vannucci, 2005, pág. 2). Sin embargo, ambos autores advierten que a medida que se extiende más la corrupción, sus costos morales disminuyen, ya que los miembros de las clases políticas y empresariales se integran a la corrupción.
Otros autores, como Rose-Ackerman y Stiglitz, también han profundizado acerca de las dimensiones económicas de la corrupción. Por ejemplo, Stiglitz (2002) ha criticado la privatización y el «fundamentalismo del mercado» en el corazón de la globalización económica, afirmando que: «Quizás el problema más serio con la privatización, que siempre se ha practicado, es la corrupción». Afirma que «el amañado proceso de privatización se diseñó para maximizar el monto del que se pueden apropiar los ministros del gobierno y no el monto que correspondería al tesoro del Gobierno, ni mucho menos la eficiencia general de la economía» [cita traducida] (Stiglitz, 2002, p. 58). El punto de vista de Rose-Ackerman, profundizado entre 1978 y 2010, se centra en los incentivos individuales y la necesidad de rediseñar las instituciones para afectar los costos y beneficios involucrados en el comportamiento corrupto (ver su análisis del 2010 aquí). Otras obras de la literatura sobre la economía de la corrupción abarcan las externalidades negativas de la corrupción y las pruebas experimentales de las motivaciones subyacentes de la corrupción (Wantchekon y Serra, 2012).
Carácter cultural
En la literatura sobre corrupción, se ha definido la cultura como «las creencias, actitudes y comportamientos dominantes en una sociedad determinada» (Holmes, 2015, pág. 4). Algunos académicos que prestan especial atención a las variaciones culturales consideran que las normas occidentales de lucha contra la corrupción son etnocéntricas e, incluso, una fuente de imperialismo cultural. Su afirmación principal es que los pagos, obsequios y favores juegan un papel legítimo en la estructura social de muchas culturas, incluso cuando son criticadas por corruptas en las sociedades occidentales. Aunque existe cierta verdad en la comprensión cultural del concepto de la corrupción, es importante tener cuidado con su uso (o cooptación) por parte de los agentes interesados como justificación para que las élites o intereses ajenos impongan su voluntad sobre las personas o las culturas locales. Rose-Ackerman y Palifka (2016) señalan que algunos antropólogos culturales «se niegan a etiquetar las transacciones como corruptas si se basan en lazos afectivos, o afirman que, incluso si son formalmente ilegales, las prácticas son aceptables y beneficiosas en la sociedad y la economía, ya que compensan los defectos del Gobierno y de los organismos electorales» [cita traducida]. Los valores de referencia se centrarían en las relaciones personales, la lealtad familiar o étnica, la reciprocidad y la confianza. Las normas económicas y políticas impersonales y las burocracias profesionalizadas no se han extendido por todo el mundo, y donde sí lo han hecho, su implementación no ha tenido el mismo éxito. Este argumento se asemeja, en muchos aspectos, a las afirmaciones del relativismo moral y al desafío que generan a los valores universales. Para un análisis más a fondo de los valores universales que trascienden tradiciones nacionales, culturales y religiosas específicas, consulte el Módulo 2 de la Serie de Módulos Universitarios de E4J sobre Integridad y Ética. En este contexto, se observa que la cultura no solo es estatal; puede ser regional y subregional, así como organizacional. Para un análisis sobre cultura organizacional y su impacto en la ética y la lucha contra la corrupción, consulte el Módulo 7 de la Serie de Módulos Universitarios de E4J sobre Integridad y Ética.
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